He decidido escribir estas líneas para compartir ciertas reflexiones que distraen mi entendimiento, sabiendo que, como ya es común, nadie va a responder o a comentar acerca de lo que aquí será dicho. Mi principal motivación no es pues, compartir, sino desahogarme; vaciar mis cuerpos de emociones poco confortables y ambigüedades irreconciliables; a la vez que pongo afuera, el laberinto en que se pierde mi mente cada vez que intenta desentrañar las determinantes específicas de esta confusa ilusión.
Y claro que se trata de una ilusión, porque definitivamente lo que estoy a punto de contar no puede ser real. Se trata de una nueva costumbre muy en boga en la sociedad venezolana -me refiero a esta realidad porque es donde la observo y porque me resisto a creer que dicha ilusión, epidemia o maldición se haya extendido más allá de nuestras fronteras, a pesar de la abundante emigración venezolana de los últimos tiempos-, de decir una cosa y hacer otra diferente. Sí, tal como suena: si digo que voy a hacer A hago B o, puede que no haga B, pero muy probablemente no hago A en ningún escenario probable.
Puede parecer que esto es algo trivial, sin embargo las implicaciones de esta ilusión son enormes. Resulta que, según esta nueva costumbre, cuando alguien te dice que va a hacer algo de determinada manera y en cierto momento, es prácticamente igual que si te hubiera dicho todo lo contrario. El hecho de comprometerse de palabra con algo, no le da más fuerza a la realización de dicho compromiso. Hasta el último momento, continúa siendo un misterio si la persona va a actuar de acuerdo a su compromiso o no. Ambos escenarios tienen la misma probabilidad de ocurrir… y ahora que menciono probabilidades, no puedo menos que preguntarme si Venezuela no estará entrando en un espacio cuántico en el que todo es posible y a la vez no lo es…
En la antigüedad, hace unos 50 años, la palabra de una persona tenía el valor de las cosas más preciadas. Cuando alguien empeñaba su palabra en algo, se podía decir que era seguro que la persona cumpliera. Los pocos que no cumplían con su palabra era a causa de una contingencia de fuerza mayor o se trataba de personas pertenecientes a un pequeño grupo de inadaptados mentirosos, embaucadores que no gozaban ni de buen crédito, ni de buena reputación en ninguno de los órdenes de la sociedad.
Hoy en día, esperar que alguien cumpla con su palabra no sólo suele ser extraño, sino que puede causar grandes daños en todos los órdenes de la vida personal y social. Supongamos que alguien decida organizar algún evento que, por sus características requiere cierto quórum. Contacta personas interesadas en el tema del evento, hasta que el número requerido de individuos se compromete -dan su palabra de participar-. Por aquello de los imprevistos, el organizador hace unas llamadas extra para tener alguien dispuesto a cubrir las vacantes en caso necesario. Hecho esto, contrata los recursos requeridos: alquila el espacio físico, los medios audiovisuales, manda a preparar el material de apoyo, encarga el refrigerio para la ocasión. Todo esto calculado en función del número de participantes que dieron su palabra, que sellaron su contrato verbalmente. Hasta aquí, el organizador ha invertido una cierta suma de dinero que espera recaudar y multiplicar con la asistencia al evento.
Si estuviéramos hablando de la antigüedad, hace unos 50 años, un evento así planeado y ejecutado sería todo un éxito. El organizador estaría satisfecho con su labor y recibiría las utilidades que anticipara. Pero si este evento se realiza en nuestra época, no creo que el resultado sea tan halagüeño. Es casi seguro que no haya problemas con el local, el material de apoyo, los medios audiovisuales o la meriendita para los participantes. El problema que ha de enfrentar nuestro organizador es que no va a tener participantes o, al menos, no la cantidad que espera en función de la palabra dada. Sería muy afortunado si logra al menos honrar las obligaciones de pago contraídas con sus proveedores y consigue llevar algo del “excedente” del refrigerio para compartir con su familia en la cena.
Otro tanto ocurre con los pagos de las deudas contraídas. Si alguien se compromete a hacer un pago en una fecha, cualquier excusa es buena para no hacerlo. Desde un simple “se me olvidó” hasta un enfático pero errático “¡mañana sí te pago!”, pasando por dolores de cabeza, colas en la autopista, no me han pagado, es que no quiero tocar mi fideicomiso, son consideradas excusas válidas para eludir un compromiso sin sentirse perturbado en lo más mínimo, por los posibles daños causados al otro y a su propia credibilidad.
Los humanos somos muy adaptables, por lo que se empezaron a crear diferentes mecanismos para prevenir estos fiascos. Uno de los primeros fue pedirle a las personas, no sólo su palabra, sino un juramento; bien en el nombre de Dios, sobre la Biblia o en el nombre de un ser querido. Al principio funcionó, especialmente con los más antiguos, los más puritanos. Aquellos que fueron educados en el temor a Dios, en el sagrado respeto a las escrituras y en la veneración de sus seres queridos. Pero no es fácil mantenerse puro en este mundo cambiante y convulso, por lo que muchos de estos nobles, damas y caballeros, se tornaron plebeyos en lo que a modo y costumbres se refiere; movidos tal vez, por la avalancha de los mercados globales, la especulación y los indicadores macroeconómicos, eso sin mencionar la competitividad, la contaminación ambiental y el calentamiento global a causa del agujero en la capa de ozono…
Bueno, dado el hecho de que la palabra no funcionaba y el juramento tampoco funcionó, se tuvo que rediseñar todo el sistema de confianza que existió durante varios siglos. El sistema de confianza que garantizó que Simbad el Marino regresara a salvar la vida de su amigo el príncipe, a cambio de la suya propia; el sistema de confianza que hizo que los Tres Mosqueteros fueran cuatro, a pesar de los conflictos matemáticos que esto haya podido causar; el sistema de confianza que permitió a Churchill, Roosevelt y Stalin acelerar el fin de la 2da guerra mundial; ese sistema de confianza que es fácil de usar, económico y elegante, ha sido totalmente destruido y en su lugar se ha impuesto un sistema de total y absoluta desconfianza.
En este nuevo sistema de desconfianza, las garantías acerca de una persona, no son dadas nunca por la misma persona. Ni siquiera son dadas por referencias de terceros, aunque se pidan, sino que son dadas por pruebas concretas y tangibles. Este es un sistema de desconfianza férrea y fría, en el que sólo cabe una prueba irrefutable de verdad, una sóla garantía: el depósito bancario (también se acepta efectivo, cheque conformable, visa y mastercard con alguito de recargo,… no se acepta el pago con verduras, huevos, gallinas u otro equivalente agrícola).
Y aquí estamos, entrando en esta Era de Acuario, con un sistema nuevo para llegar a acuerdos entre las personas, un sistema que excluye a la persona, que excluye su capacidad de responder por sí misma, que degrada su palabra, su nobleza y su honor, convirtiéndola en algo menos confiable y creíble que un poco de papel moneda.
Hubo una época en que el abuelo de mi padre le encargaba a cualquiera de los chicos de la zona que fuera al mercado más cercano por provisiones de cualquier tipo. El chico sólo tenía que decir lo que quería mi abuelo y decir que iba en su nombre. Eso bastaba para que le despacharan todo lo necesario. El dependiente y el propietario confiaban en la palabra de mi abuelo y mi abuelo confiaba en lo que ellos le decían que les debía. Mi abuelo y los mercaderes confiaban en los chicos, mientras los chicos aprendían que así era como funcionaban las cosas. No sé bien en qué momento del proceso de fuga de capitales, en cuál recesión o en qué valor exacto de IPC se perdió toda esta magia de la confianza. No sé cómo ni cuándo la palabra se quedó sin el aliento humano que la sustentara para hacerla el mayor bien tangible sobre la Tierra. En verdad no lo sé, pero creo que lo extraño.
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